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Mostrando las entradas de julio, 2010

Infancia

Amable lector, si supieras que desde hace tiempo yo soy yo, y tú eres tú. Y no es una entrañable decisión lo que se esconde detrás de esa afirmación, mucho menos una negación al río de Heráclito. ¿Cómo decirlo, lector? ¿Me esperarías cinco minutos mientras busco las palabras adecuadas? Sin embargo, cinco minutos de tu espera. Es tan solo un parpadeo tuyo. O un simple salto de línea para el computador. Cuando escuché por primera vez decir a mi madre que la cabeza de los niños crecía hasta los tres años, fue una revelación sorprendente. Inmediatamente miré a mi padre. Y fueron solo segundos para que pintara el retrato de la cabeza de mi padre en un cuerpo de niño de tres años. Me pareció que aquello entraba en contravía con las proporciones del cuerpo, descritas por Leonardo, aunque en ese tiempo no supiera quien era el pintor florentino (creo que es de allá, tengo pereza de corroborarlo, si me equivoco como los chiches del vallenato en su canción cuando dicen: “quiero ser un Miguel Ánge

Sobre rayar, ya sea en los libros, en lo etéreo o en la locura

Amable lector, ¿eres de las personas que gusta de rayar los libros? ¿O por el contrario piensas que es un crimen? Hablaré un poco sobre esa espinosa cuestión. Déjenme que les cuente una historia. Tenía tres candidatos para mi próxima lectura. Los había prestado esta semana en la biblioteca. Se trataban de “La monja alférez” de Thomas de Quincey, “La charca del diablo”, de George Sand y “Los himnos a la noche / Enrique de Ofterdingen” de Novalis. Antes de leer un libro me gusta mirarlos al derecho y al revés. Miro el número de páginas, el tamaño de la letra, hojeo brevemente la calidad del prólogo, y leo la primera línea, a veces también la última. En “La charca del diablo”, me encontré en la última hoja con el siguiente comentario que alguien había escrito allí con letra verde: “Esto, infortunado lector, no es una novela… es un cuento larguísimo… y de los peores. El costumbrismo francés es mucho más depurado”. Bendije a la persona que escribió eso allí. Sentí que no había necesidad

Del lenguaje, la función poética y el silencio

Se podría reducir todos los problemas filosóficos, políticos, religiosos a solo uno: el problema del lenguaje. Qué pueden hablar un capitalista y un socialista, si hablan lenguas diferentes. Cómo pueden ponerse de acuerdo las religiones si la palabra “Alá” es tan diferente a “Yavé”. Pero, ¿realmente sirve de algo nombrar las cosas, sí se facilita la comunicación? ¿Qué acaso no es por la palabra “Dios” por la que ha habido tantas muertes? Una sola palabra que trata de nombrar una idea que muchos se van forjando en su cabeza, como si todas las cabezas no fueran diferentes. ¿Pero qué es ser diferentes, qué es ser igual? Nuevamente está el lenguaje. “Yo es otro”, dijo Rimbaud. Problemas del lenguaje. Algunas funciones del lenguaje, sin embargo, causan ciertos problemas e incomunican. La función apelativa, por ejemplo, la que se centra en el receptor y sirve para mandar, ¿si la persona no sabe siquiera nada de su ser, cómo pretende usar el lenguaje para mandar a otro, por qué pretende salir