Polvo

He comenzado a leer El nombre de la rosa de Umberto Eco, y ya desde las primeras páginas me topé con una de esas frases indelebles, de esas frases que se adentran en la piel como un taladro. Adso describía a su mentor Guillermo en los siguientes términos: “Durante el periodo que pasamos en la abadía, siempre vi sus manos cubiertas por el polvo de los libros, por el oro de las miniaturas todavía frescas, por las sustancias amarillentas que había tocado en el hospital de Severino”. La razón por la cual esa frase me atrajo es que desde hace poco más de tres meses vengo con las manos limpias. Y las cosas: objetos, almas, manos, no deben estar tan limpias, porque el polvo es quien da cuenta del paso por el mundo, y el paso por el tiempo.

Polvo somos y en polvo nos convertiremos. Por eso el polvo que hay en los libros, el polvo de las bibliotecas, son las almas de personas que gastaron sus vidas y sus ojos allí, adquiriendo sabiduría y espíritu. El alma de las bibliotecas se nutre de muertos, de polvo y de vivos con las manos sucias.

Soy de salud frágil, de cuando en cuando me golpean las gripas, y sé entonces que me están agobiando las vidas de tantos que han pasado por las páginas de Cien años de soledad, de El castillo, de Las penas del joven Werther.

No solo los humanos dejan su vida, su polvo en los libros, también los gatos pasan por allí. Recuerdo en la Facultad de Minas un libro de Fuzzy logic (lógica difusa): tenía las páginas amarillas por el polvo, pero además tenían un olor característico a orines de gato. No se me ha podido borrar la imagen que se generó en mí en esos instantes: un gato leyendo un libro de lógica difusa. Quizás el gato no estaba satisfecho con Aristóteles, no estaba satisfecho con el falso y el verdadero, con el uno o con el cero; quería más valores; así que investigaba. Orinó el libro para marcar territorio, para indicar que los gatos habitaban el mundo de la lógica difusa y no el de la convencional.

Se me parte el corazón cada vez que entro a un biblioteca y veo a alguien con trapo en mano, sacudiendo el polvo, sacudiendo la vida de Ernesto que dedicó su vida al griego, sacudiendo al joven Dago, que en vano trató de descifrar las profecías de Nostradamus; sacudiendo tantas vidas, como si después de muertos, el polvo de las personas no fuera suficientemente importante.

Yo trato, quiero convertir mi habitación en una biblioteca, trató de que allí habite el polvo, de alejar los trapos, trato de que mis manos estén cada vez más cubiertas de polvo.

Felipo Zaná

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