Un arte pegajoso
Cada mañana en la estación del metro de Niquía un viejito vende chicles. Hay algo especial en ello: en su pequeño tarrito, la disposición de los chicles evocan sensaciones. Son simplemente chicles, lo reconozco, pero por qué la yerbabuena al lado de la coliflor, o el color rojo encima del verde, y el naranja dicen tanto, crean belleza. Cajitas pequeñas arregladas para contar algo. Aquel viejito con su pesado trabajo a cuestas no solo se dedica a vender chicles, sino que crea arte por medio de su tristeza. Yo, que no soy amante a los chicles, que más bien los detesto, no me puedo resistir a su arte y siempre dedico segundos a observarlo y como todo arte, a veces, en momentos del día me detengo a pensar en los chicles. Aún no compro ninguno. El viejito grita a cien, a cien . Y la gente compra chicles, no sé si por masticar algo; por qué no les quedó tiempo de lavarse las muelas, quizás extraviaron su cepillo; quizás tienen parentesco con las vacas, o simplemente admiración a un arte poco