Un arte pegajoso
Cada mañana en la estación del metro de Niquía un viejito vende chicles. Hay algo especial en ello: en su pequeño tarrito, la disposición de los chicles evocan sensaciones. Son simplemente chicles, lo reconozco, pero por qué la yerbabuena al lado de la coliflor, o el color rojo encima del verde, y el naranja dicen tanto, crean belleza. Cajitas pequeñas arregladas para contar algo.
Aquel viejito con su pesado trabajo a cuestas no solo se dedica a vender chicles, sino que crea arte por medio de su tristeza. Yo, que no soy amante a los chicles, que más bien los detesto, no me puedo resistir a su arte y siempre dedico segundos a observarlo y como todo arte, a veces, en momentos del día me detengo a pensar en los chicles. Aún no compro ninguno.
El viejito grita a cien, a cien. Y la gente compra chicles, no sé si por masticar algo; por qué no les quedó tiempo de lavarse las muelas, quizás extraviaron su cepillo; quizás tienen parentesco con las vacas, o simplemente admiración a un arte poco convencional.
Pero hay algo que va más allá, aquel arte dice de una labor, de un sufrimiento; pensé en ello cuando escuché los proyectos plásticos de mi amigo Lagarto de realizar algo con cemento y motos. Y es que detrás de ese arte, hay un modo de vida, una historia de un país a cuestas, una historia de vejez. Los chicles, el cemento y las motos: a cuántas cosas hay que agarrarse para poder vivir en la tristeza, para poder salvarse de ella, para vivir en un país de bandoleros.
Como todo arte, ese de los chicles me llena de melancolía, aunque a veces pienso que la melancolía ya la llevo dentro y el arte es simplemente una justificación, una excusa.
Un día aquel viejito artista tenía los chicles tirados en cualquier orden en su tarrito, y yo me dije a mí mismo: qué terrible día estará pasando para ese artista, quizás su mujer lo dejó, quizás ahora no trabaja su arte social sino que excursiona en el surrealismo, quizás perdió el amor por su arte y ahora solo se dedica a vender chicles. Lo que causó ese día fue que el fondo se hiciera más triste.
Aquel viejito con su pesado trabajo a cuestas no solo se dedica a vender chicles, sino que crea arte por medio de su tristeza. Yo, que no soy amante a los chicles, que más bien los detesto, no me puedo resistir a su arte y siempre dedico segundos a observarlo y como todo arte, a veces, en momentos del día me detengo a pensar en los chicles. Aún no compro ninguno.
El viejito grita a cien, a cien. Y la gente compra chicles, no sé si por masticar algo; por qué no les quedó tiempo de lavarse las muelas, quizás extraviaron su cepillo; quizás tienen parentesco con las vacas, o simplemente admiración a un arte poco convencional.
Pero hay algo que va más allá, aquel arte dice de una labor, de un sufrimiento; pensé en ello cuando escuché los proyectos plásticos de mi amigo Lagarto de realizar algo con cemento y motos. Y es que detrás de ese arte, hay un modo de vida, una historia de un país a cuestas, una historia de vejez. Los chicles, el cemento y las motos: a cuántas cosas hay que agarrarse para poder vivir en la tristeza, para poder salvarse de ella, para vivir en un país de bandoleros.
Como todo arte, ese de los chicles me llena de melancolía, aunque a veces pienso que la melancolía ya la llevo dentro y el arte es simplemente una justificación, una excusa.
Un día aquel viejito artista tenía los chicles tirados en cualquier orden en su tarrito, y yo me dije a mí mismo: qué terrible día estará pasando para ese artista, quizás su mujer lo dejó, quizás ahora no trabaja su arte social sino que excursiona en el surrealismo, quizás perdió el amor por su arte y ahora solo se dedica a vender chicles. Lo que causó ese día fue que el fondo se hiciera más triste.
Felipo Zaná
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