Diario de viaje - Día 6 - Viña del mar
Ese día decidimos visitar Viña
del Mar, ciudad hermana de Valparaíso. Sin embargo, esa hermandad pareciera no
notarse, pues son ciudades tan diferentes como gota de agua y aceite. Son vecinas,
una junto al lado de la otra. La cercanía es casi similar a la que existe por
ejemplo entre Medellín y Bello. Pero pasa algo. No encuentro diferencias importantes
cuando de Medellín paso a Bello o viceversa. Por el contrario, al pasar de
Valparaíso a Viña del Mar, es como llegar a un nuevo lugar a millas de
distancia.
Sobre cuál ciudad era mejor (si
es que aplica esa comparación) teníamos dos versiones diferentes. En casa de
Juan José nos habían dicho: “Tienes que conocer Valparaíso, es lindísimo. Si
hay poco tiempo, Viña del Mar se puede omitir”. La contraparte fue abanderada
por dos chicas que conocimos en el bus de Isla Negra: “Es mejor
Viña del Mar que Valparaíso mil veces. Valparaíso es fome, solo tiene unas
casitas pintadas y ya. En cambio las playas de Viña del Mar son geniales”.
Por nuestra parte, Maya y yo,
queríamos visitar los dos lugares, para sacar conclusiones propias.
Apenas llegar a Viña del Mar, las
diferencias saltaron a la vista, aquel puerto tan poético que se veía desde la
ventana de la casa de Neruda o desde cualquier mirador ubicado en la ciudad ya
no estaba, los barcos anclados en el mar aún se veían pero como diminutos
puntos a la distancia. En lugar de aquello, ahora había playas, gente bañándose (no muchas, pues el invierno aún estaba fresco), hoteles lujosos, grandes centros
comerciales.
Nos bajamos del bus y caminamos
un poco por las calles; todo era lujoso: las calles, las casas, los hoteles.
Había altos edificios. Enseguida supe que prefería a Valparaíso.
Seguimos nuestro camino por las
calles hasta desembocar a la playa. Antes nos detuvimos a contemplar el reloj
de flores, y pensamos inmediatamente en los silleteros de Santa Elena.
Teníamos frente a nosotros el
mar. Habíamos preguntado cuál era la temperatura del agua y nos dijeron que era
de más o menos cinco grados centígrado. Bañarse en ese mar, sería casi como
bañarse en un hielo acabado de derretir. Había personas en la playa, algunos
simplemente contemplando el mar, otras jugando al balón. Pero nadie dentro del
agua.
Pues bien, nos pusimos nuestros
trajes de baño y al agua. Fue un mar tan frío que se sentía que los huesos se
estuvieran congelando y después de algunos minutos comenzaban a doler. Pero eso
no nos impidió nadar por un rato. Luego de muchos años, yo disfrutaba
nuevamente del mar. Aquel de Viña del Mar era el más limpio en el que había
estado; pues hasta ese momento solo conocía el de Turbo y el de Necoclí. Así
que a pesar de ese frío, ese baño fue toda una experiencia. Después, corrí por
la playa como si fuera ese mismo niño que corriera por las playas de Urabá muchos
años atrás.
De Viña del mar, regresamos a
Santiago. Supimos llegar a la casa de Juan José, pero él no estaba. Nos atendió
su mamá y hablamos de todo lo que habíamos visto en esos tres días de ausencia.
Contamos que lo más impresionante de todo hasta el momento había sido Isla
Negra y la casa de Pablo Neruda. En esa conversación descubrí que la mamá de
Juan José era gran amante de la poesía en especial de Pablo Neruda. Fue y buscó
unos libros del gran poeta chileno y me los pasó para que leyera mientras Juan
José llegaba. Me recomendó algunos poemas, recuerdo que uno de sus favoritos
era “Farewelll y los sollozos”.
Ese día fuimos a dormir a la casa
de Delia, pero antes arrimamos al súper mercado para comprar algunas botellas
de vino que llevaríamos a Colombia como presente. La sección de vinos en el
súper mercado era impresionante, se extendía y se extendía en la distancia. Y
lo mejor de todo era que el vino era a precio de huevo. Todo carrito que veíamos tenía mínimo dos botellas de vino, como si ése líquido de los dioses perteneciera a la canasta familiar básica. Compré cuatro botellas
y Maya otras tres. Quise vivir en Chile para mercar vino todos los días.
A la salida del súper nos
juntamos con unos amigos de Delia y Juan José, y fuimos a casa de Delia.
Hicimos arepas colombianas y patacones, y por supuesto tomamos vino.
15 de septiembre de 2012
Felipo Zaná
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