Infancia
Amable lector, si supieras que desde hace tiempo yo soy yo, y tú eres tú. Y no es una entrañable decisión lo que se esconde detrás de esa afirmación, mucho menos una negación al río de Heráclito. ¿Cómo decirlo, lector? ¿Me esperarías cinco minutos mientras busco las palabras adecuadas? Sin embargo, cinco minutos de tu espera. Es tan solo un parpadeo tuyo. O un simple salto de línea para el computador.
Cuando escuché por primera vez decir a mi madre que la cabeza de los niños crecía hasta los tres años, fue una revelación sorprendente. Inmediatamente miré a mi padre. Y fueron solo segundos para que pintara el retrato de la cabeza de mi padre en un cuerpo de niño de tres años. Me pareció que aquello entraba en contravía con las proporciones del cuerpo, descritas por Leonardo, aunque en ese tiempo no supiera quien era el pintor florentino (creo que es de allá, tengo pereza de corroborarlo, si me equivoco como los chiches del vallenato en su canción cuando dicen: “quiero ser un Miguel Ángel con pincel en mano, y hacer de ti otra Mosa Lisa y decir que tienes la misma mirada”; pido, amable lector, que me sepas excusar así como yo comprendo a los chiches vallenatos, porque a veces no importa la verdad). Fue un retrato inverosímil el que me formé de mi padre, pero creí en la sinceridad de mi madre, así como en otro tiempo había creído en la cigüeña, o en el niño Dios.
Pero años más tarde, habría de comprobar que mi madre tenía la razón, es más, se había quedado corta: no solo la cabeza de los niños crece hasta los tres años: no hay jóvenes, no hay adultos, no hay viejos, todo lo que vemos en las calles y en los aeropuertos son niños congelados de tres años (hablo, claramente, de cosas que no tienen que ver con lo físico, sino sobre cosas tales como los sentimientos, la personalidad, y demás cosas bonitas que los no materialistas se imaginan que tenemos). Siento que mi escrito tiene un tono melancólico, pero, amable lector, no son cosas del tema, es que ayer tuve un pequeño desencuentro con el mundo, pero eso es tema de otro escrito. Claro está, podría ser tema de éste, pero cambiándoles el nombre a los personajes. Hay gente que gusta de permanecer en el anonimato, y yo a veces también suelo ser así.
Hablaba de que los niños crecen hasta los tres años. Mis memorias más tempranas datan de esa fecha. Ahora tengo 25 años, y creo que siempre he conocido las mismas personas en cuerpos diferentes. La vida nos va llevando de círculos de amigos en círculos de amigos, mientras el tiempo nos atraviesa. Pero en cada círculo uno encuentra los mismos niños de tres años, en sus diferentes roles.
Me explico. Recuerdo en la escuela, tendría por ahí unos 6 años, a cierto niño. No recuerdo su nombre, pero para cuestiones de este escrito, llamémoslo Juan. Juan, a los seis años, exponía de una manera didáctica, cual si se hubiera leído todos los libros de la teoría del constructivismo, las ventajas y las desventajas de dar por delante o dar por el culo. Contaba de todo lo que había aprendido en sus múltiples encuentros sexuales. Ustedes objetarán y quizá con justa razón, no lo sé, que ese niño estaba inventando para sorprender a sus amiguitos. Quiero dejar dos cosas muy claras: en primer término, yo no hablo de verdades, si eres por ventura una de las personas que siempre busca la verdad, te ruego que abandones con celeridad estas líneas, porque aquí no encontraras ninguna. En segundo término, puede que así sea, que el inventaba esas historias, pero mi punto es que es exactamente el mismo discurso de otros chicos similares que fui conociendo en el transcurso de mi vida, a los diez, a los quince, a los veinte, a los veinticinco. Si quieres hablar de verdades y decidiste seguir, te daré un poco de gusto, lector desagradable; es posible que el adulto de veinticinco sí hable con la verdad, es decir, que ya haya dado por delante y por detrás, que ya haya tenido múltiples experiencias, pero su discurso sigue siendo el mismo. Confieso que tiendo mucho a dejarme llevar por la imaginación, a veces, imagino una discusión imaginaria entre aquel niño Juan, y otro amigo mío de este tiempo, que sí se su nombre, pero que no lo quiero revelar; francamente, amigo lector, creo que ninguno se sonrojaría frente al otro. En mi diálogo imaginario habría un empate, y al final, cada uno estrecharía la mano del otro, felicitándose por su gran trayectoria en el campo de los amores.
Pero el campo de los amores no es el único del que quiero hablar, para echar más luces sobre la tesis de este escrito que no sabría cómo llamarlo. En la escuela, en el grado tercero, conocí a un niño que sí recuerdo su nombre, pero que lo mantendré en secreto; no vaya a ser que un informante lea este escrito y pueda poner la vida de mi amigo en peligro, así en estos momentos sea un alto ejecutivo y haya olvidad su ruidoso pasado. Mi amigo de tercer grado contaba que era miembro de las Milicias Populares, nos contaba cómo funcionaba una granada, las diferencias que había entre una bazuca y una lanza misiles. Decía que su arma favorita era la minibuzi, y que había participado en el asesinato de J. F. Kennedy. Nuevamente, lo explicaba de una manera tan clara, que Piaget y Vigotsky lo envidiarían. Otra vez, a lo largo de la vida uno se encuentra con gente similar, que no me ha dado más miedo de aquel que me dio mi amigo de grado de tercero. El lector que se crea un poco sagaz podrá objetar que me dio más miedo, porque justamente yo era más inocente, era un niño, y ahora no: a ese lector sagaz le recomiendo que vuelva a comenzar el escrito.
Niñas con un pasado trágico conocí en mi vida, no entro en detalles aquí, porque ahí no entran Piaget ni Vigotsky, y es que a cuenta de qué interesan los detalles. He visto al malvado, al honesto, al sabio, todos con la misma cantidad de maldad, de honestidad y de sabiduría desde que tenían tres años.
En la escuela había un niño que parecía que se había leído todos los libros del mundo y que lo había vivido todo, siempre tenía la respuesta adecuada: uno le preguntaba: ¿qué tetas de la vaca dan más leche: las de adelante o las de atrás? (la pregunta científica es ¿qué cuartos dan más leche: los delanteros o los posteriores?). El respondía sin vacilar: de acuerdo a la biografía de don Yarumo, las de atrás dan más leche. Uno preguntaba quién ganaba una pelea entre Los Magníficos o MacGyver, y el sabiamente respondía: “MacGyver, claro está, no hay mayor espada que la inteligencia”. Hoy me sigo encontrado con genios de ese tipo. Y hoy sigo haciendo las mismas preguntas. Hará unos tres años entré en una discusión con un amigo sobre quién ganaba una pelea entre Goku y Superman.
Yo, qué puedo decir de mis tres años de vida, no sé amable lector, creo que es una pregunta muy personal. Aún sigo pensando qué voy a hacer cuando sea grande. Aún tres preguntas fundamentales acosan mi existencia: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Y ¿para dónde voy?
Pd:
En el grado sexto tenía un amigo que se llamaba Enrique. Estábamos jugando futbol en el colegio. Había un charco. No recuerdo si por maldad de alguien o de manera accidental, Enrique fue a dar justo en el charco. Su blue jean se volvió nada. Enrique rompió en llanto. Inmediatamente recordé a compañeritos míos de primero de primaria que lloraban como magdalenas cuando se les perdía un lápiz. Pues bien, le dije a Enrique que eso no era motivo para llorar, que era cuestión de lavar el blue jean y listo. Él todavía con mocos en la cara, me dijo que ese era el problema, que en la casa de él no había plata para el jabón. Comprendí que Enrique ya era un hombre, mucho más maduro que aquellos que pensábamos que era infantil porque lloraba.
Cuando escuché por primera vez decir a mi madre que la cabeza de los niños crecía hasta los tres años, fue una revelación sorprendente. Inmediatamente miré a mi padre. Y fueron solo segundos para que pintara el retrato de la cabeza de mi padre en un cuerpo de niño de tres años. Me pareció que aquello entraba en contravía con las proporciones del cuerpo, descritas por Leonardo, aunque en ese tiempo no supiera quien era el pintor florentino (creo que es de allá, tengo pereza de corroborarlo, si me equivoco como los chiches del vallenato en su canción cuando dicen: “quiero ser un Miguel Ángel con pincel en mano, y hacer de ti otra Mosa Lisa y decir que tienes la misma mirada”; pido, amable lector, que me sepas excusar así como yo comprendo a los chiches vallenatos, porque a veces no importa la verdad). Fue un retrato inverosímil el que me formé de mi padre, pero creí en la sinceridad de mi madre, así como en otro tiempo había creído en la cigüeña, o en el niño Dios.
Pero años más tarde, habría de comprobar que mi madre tenía la razón, es más, se había quedado corta: no solo la cabeza de los niños crece hasta los tres años: no hay jóvenes, no hay adultos, no hay viejos, todo lo que vemos en las calles y en los aeropuertos son niños congelados de tres años (hablo, claramente, de cosas que no tienen que ver con lo físico, sino sobre cosas tales como los sentimientos, la personalidad, y demás cosas bonitas que los no materialistas se imaginan que tenemos). Siento que mi escrito tiene un tono melancólico, pero, amable lector, no son cosas del tema, es que ayer tuve un pequeño desencuentro con el mundo, pero eso es tema de otro escrito. Claro está, podría ser tema de éste, pero cambiándoles el nombre a los personajes. Hay gente que gusta de permanecer en el anonimato, y yo a veces también suelo ser así.
Hablaba de que los niños crecen hasta los tres años. Mis memorias más tempranas datan de esa fecha. Ahora tengo 25 años, y creo que siempre he conocido las mismas personas en cuerpos diferentes. La vida nos va llevando de círculos de amigos en círculos de amigos, mientras el tiempo nos atraviesa. Pero en cada círculo uno encuentra los mismos niños de tres años, en sus diferentes roles.
Me explico. Recuerdo en la escuela, tendría por ahí unos 6 años, a cierto niño. No recuerdo su nombre, pero para cuestiones de este escrito, llamémoslo Juan. Juan, a los seis años, exponía de una manera didáctica, cual si se hubiera leído todos los libros de la teoría del constructivismo, las ventajas y las desventajas de dar por delante o dar por el culo. Contaba de todo lo que había aprendido en sus múltiples encuentros sexuales. Ustedes objetarán y quizá con justa razón, no lo sé, que ese niño estaba inventando para sorprender a sus amiguitos. Quiero dejar dos cosas muy claras: en primer término, yo no hablo de verdades, si eres por ventura una de las personas que siempre busca la verdad, te ruego que abandones con celeridad estas líneas, porque aquí no encontraras ninguna. En segundo término, puede que así sea, que el inventaba esas historias, pero mi punto es que es exactamente el mismo discurso de otros chicos similares que fui conociendo en el transcurso de mi vida, a los diez, a los quince, a los veinte, a los veinticinco. Si quieres hablar de verdades y decidiste seguir, te daré un poco de gusto, lector desagradable; es posible que el adulto de veinticinco sí hable con la verdad, es decir, que ya haya dado por delante y por detrás, que ya haya tenido múltiples experiencias, pero su discurso sigue siendo el mismo. Confieso que tiendo mucho a dejarme llevar por la imaginación, a veces, imagino una discusión imaginaria entre aquel niño Juan, y otro amigo mío de este tiempo, que sí se su nombre, pero que no lo quiero revelar; francamente, amigo lector, creo que ninguno se sonrojaría frente al otro. En mi diálogo imaginario habría un empate, y al final, cada uno estrecharía la mano del otro, felicitándose por su gran trayectoria en el campo de los amores.
Pero el campo de los amores no es el único del que quiero hablar, para echar más luces sobre la tesis de este escrito que no sabría cómo llamarlo. En la escuela, en el grado tercero, conocí a un niño que sí recuerdo su nombre, pero que lo mantendré en secreto; no vaya a ser que un informante lea este escrito y pueda poner la vida de mi amigo en peligro, así en estos momentos sea un alto ejecutivo y haya olvidad su ruidoso pasado. Mi amigo de tercer grado contaba que era miembro de las Milicias Populares, nos contaba cómo funcionaba una granada, las diferencias que había entre una bazuca y una lanza misiles. Decía que su arma favorita era la minibuzi, y que había participado en el asesinato de J. F. Kennedy. Nuevamente, lo explicaba de una manera tan clara, que Piaget y Vigotsky lo envidiarían. Otra vez, a lo largo de la vida uno se encuentra con gente similar, que no me ha dado más miedo de aquel que me dio mi amigo de grado de tercero. El lector que se crea un poco sagaz podrá objetar que me dio más miedo, porque justamente yo era más inocente, era un niño, y ahora no: a ese lector sagaz le recomiendo que vuelva a comenzar el escrito.
Niñas con un pasado trágico conocí en mi vida, no entro en detalles aquí, porque ahí no entran Piaget ni Vigotsky, y es que a cuenta de qué interesan los detalles. He visto al malvado, al honesto, al sabio, todos con la misma cantidad de maldad, de honestidad y de sabiduría desde que tenían tres años.
En la escuela había un niño que parecía que se había leído todos los libros del mundo y que lo había vivido todo, siempre tenía la respuesta adecuada: uno le preguntaba: ¿qué tetas de la vaca dan más leche: las de adelante o las de atrás? (la pregunta científica es ¿qué cuartos dan más leche: los delanteros o los posteriores?). El respondía sin vacilar: de acuerdo a la biografía de don Yarumo, las de atrás dan más leche. Uno preguntaba quién ganaba una pelea entre Los Magníficos o MacGyver, y el sabiamente respondía: “MacGyver, claro está, no hay mayor espada que la inteligencia”. Hoy me sigo encontrado con genios de ese tipo. Y hoy sigo haciendo las mismas preguntas. Hará unos tres años entré en una discusión con un amigo sobre quién ganaba una pelea entre Goku y Superman.
Yo, qué puedo decir de mis tres años de vida, no sé amable lector, creo que es una pregunta muy personal. Aún sigo pensando qué voy a hacer cuando sea grande. Aún tres preguntas fundamentales acosan mi existencia: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? Y ¿para dónde voy?
Pd:
En el grado sexto tenía un amigo que se llamaba Enrique. Estábamos jugando futbol en el colegio. Había un charco. No recuerdo si por maldad de alguien o de manera accidental, Enrique fue a dar justo en el charco. Su blue jean se volvió nada. Enrique rompió en llanto. Inmediatamente recordé a compañeritos míos de primero de primaria que lloraban como magdalenas cuando se les perdía un lápiz. Pues bien, le dije a Enrique que eso no era motivo para llorar, que era cuestión de lavar el blue jean y listo. Él todavía con mocos en la cara, me dijo que ese era el problema, que en la casa de él no había plata para el jabón. Comprendí que Enrique ya era un hombre, mucho más maduro que aquellos que pensábamos que era infantil porque lloraba.
Felipo Zaná
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