Dentro
Es una casa tan grande la ausencia
Neruda
Felipo Zaná
Neruda
Hace pocos días visité la Universidad de Antioquia. En el pasado, estudié allí alrededor de tres años, y, por razones que no interesan a este escrito, decidí retirarme. La universidad es un lugar que se convierte en la casa de los estudiantes, en la casa de las ideas, en la casa de los sueños. Uno aprende a reconocer cada pasillo, a diferenciar el sabor del café de cada burbuja, a despejar la mente. Uno se siente como en su casa: uno sabe dónde encontrar a los amigos.
Fui habitante del Alma Mater por años, pero ay, qué grandes cambios en tan solo unos cuantos días de ausencia. Sólo había transcurrido seis meses desde que no la visitara, y no imaginaba que yo ya no podría entrar. La puerta por la que pasaba día tras día, ya no la podría cruzar.
Iba a entrar por Barranquilla, pero me dijeron que los visitantes entraban por el Ferrocarril. En tan solo seis meses mi etiqueta había cambiado: ahora era un visitante. En la entrada designada a los forasteros había una fila larguísima: esperé por largo rato, comencé a desesperarme, pensé que todo era vano, que no podría entrar; que aquellos pasillos por donde antaño paseaba, ya no tenían nada que ver conmigo. Pensé marcharme cuando uno de los porteros dijo que no habría entrada para los visitantes hasta nueva orden: solo estudiantes. Una leve nostalgia me golpeó.
Pensaba marcharme, pero decidí decir lo que alguien delante de mí había dicho: dije que iba a hacer las diligencias para el reingreso. Surtió efecto la estrategia y me encontré en el campus universitario.
Ya dentro, recorriendo los pasillos, aún me sentía expatriado. Hice mis diligencias rápidamente; pedí algunos certificados. Luego decidí visitar a mis amigos. Fui a la facultad de Artes y sí, allí estaba D. practicando con su violín. Conversando con él, buscando donde tomar tinto, me sentí nuevamente en casa. Justo en ese momento sentí que estaba otra vez dentro; comprendí que cuando uno se va de un lugar así sea por un segundo, es difícil volver a entrar, porque el exterior cambia, cambia la cerradura de la puerta, cambia el vigilante, cambia la puerta de sitio; pero una vez que logramos entrar, tenemos el beneficio de la casa.
Luego fui donde R. y lo encontré donde seis meses atrás lo hubiera buscado. A A. la tuve que llamar. También encontré a J. Fuimos a la biblioteca. Y allí, en la casa de los libros, quería gritar a los que estaban dentro, que afuera todo era tan diferente, que la cerradura era otra; que la llave ahora tenía truco; pero hubiera pasado por loco, ellos entraban fácilmente todos los días.
Esa es la suerte del viajante, esa es la suerte de quien parte, perder la llave en el camino; no poder entrar nuevamente en casa: así adentro esté la misma mesa de noche, aguardando por nosotros, así adentro todavía esté nuestro retrato colgado en las paredes.
Entra, entra en la casa.
Y esto pasa en todo, no solamente con los espacios.
Pasa también en la batalla de los corazones. Las amistades parecen debilitarse con el tiempo, con la distancia; parece que ya las cosas no son como antes: no vemos la puerta para entrar en la vieja casa. Pero entra, entra, y verás que el jarrón está en la misma posición.
Fui habitante del Alma Mater por años, pero ay, qué grandes cambios en tan solo unos cuantos días de ausencia. Sólo había transcurrido seis meses desde que no la visitara, y no imaginaba que yo ya no podría entrar. La puerta por la que pasaba día tras día, ya no la podría cruzar.
Iba a entrar por Barranquilla, pero me dijeron que los visitantes entraban por el Ferrocarril. En tan solo seis meses mi etiqueta había cambiado: ahora era un visitante. En la entrada designada a los forasteros había una fila larguísima: esperé por largo rato, comencé a desesperarme, pensé que todo era vano, que no podría entrar; que aquellos pasillos por donde antaño paseaba, ya no tenían nada que ver conmigo. Pensé marcharme cuando uno de los porteros dijo que no habría entrada para los visitantes hasta nueva orden: solo estudiantes. Una leve nostalgia me golpeó.
Pensaba marcharme, pero decidí decir lo que alguien delante de mí había dicho: dije que iba a hacer las diligencias para el reingreso. Surtió efecto la estrategia y me encontré en el campus universitario.
Ya dentro, recorriendo los pasillos, aún me sentía expatriado. Hice mis diligencias rápidamente; pedí algunos certificados. Luego decidí visitar a mis amigos. Fui a la facultad de Artes y sí, allí estaba D. practicando con su violín. Conversando con él, buscando donde tomar tinto, me sentí nuevamente en casa. Justo en ese momento sentí que estaba otra vez dentro; comprendí que cuando uno se va de un lugar así sea por un segundo, es difícil volver a entrar, porque el exterior cambia, cambia la cerradura de la puerta, cambia el vigilante, cambia la puerta de sitio; pero una vez que logramos entrar, tenemos el beneficio de la casa.
Luego fui donde R. y lo encontré donde seis meses atrás lo hubiera buscado. A A. la tuve que llamar. También encontré a J. Fuimos a la biblioteca. Y allí, en la casa de los libros, quería gritar a los que estaban dentro, que afuera todo era tan diferente, que la cerradura era otra; que la llave ahora tenía truco; pero hubiera pasado por loco, ellos entraban fácilmente todos los días.
Esa es la suerte del viajante, esa es la suerte de quien parte, perder la llave en el camino; no poder entrar nuevamente en casa: así adentro esté la misma mesa de noche, aguardando por nosotros, así adentro todavía esté nuestro retrato colgado en las paredes.
Entra, entra en la casa.
Y esto pasa en todo, no solamente con los espacios.
Pasa también en la batalla de los corazones. Las amistades parecen debilitarse con el tiempo, con la distancia; parece que ya las cosas no son como antes: no vemos la puerta para entrar en la vieja casa. Pero entra, entra, y verás que el jarrón está en la misma posición.
Felipo Zaná
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