¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

Hace poco fui jurado de un concurso de cartas de amor: ¿Qué sé yo del amor? He fracasado. ¿Qué sé yo de cartas? He sido cartero.

Cuando recibí las cartas tenía muchas expectativas: esperaba encontrar bellas joyas, tipo la carta de Virginia Woolf a Leonard Woolf, alguna de las cartas a Theo que escribe Vincent Van Gogh o alguna de las cartas de mi amigo Alex Girasol.

Sin embargo, la realidad fue otra. En primer lugar, todas las cartas de amor estaban muy mal escritas. La palabra escrita es música, y las tildes son fundamentales para la melodía. Lastimosamente ya casi nadie sabe poner tildes o les da pereza o no hay tiempo para sentarse a escribir algo propiamente; casi nadie sabe poner tildes así haya que aprenderse tan solo tres sencillas reglitas; ahora las únicas tildes que hay en los escritos son las que el procesador de texto corrige, pero a él se le escapan tantas, pues existe el arma revólver y el verbo revolver y ambas son correctas. Pero no solo las tildes eran la falla, también la ortografía, los signos de puntuación…

Es cierto, se ha escrito tanto sobre el amor que resulta difícil escribir sobre él; casi toda metáfora es gastada. Sin embargo, también es cierto que siempre se puede decir algo personal sobre cualquier tema, especialmente cuando haya una musa que lo inspire. Además ningún amor es similar a otro. Y es así como una verdadera carta de amor no se puede reciclar, pues está confeccionada especialmente para una sola persona.

Las cartas abundaban de miel, como si el amor hubiera sido inventado por las abejas. También estaban plagadas por frases fáciles y generales como sin ti no puedo vivir, si me dejas me moriré, te amo con todas las fuerzas de mi corazón. Mi deseo hubiese sido encontrar una carta de amor en la que ni siquiera se mencionara al amor directamente.

Pongo a Kafka por ejemplo, puedo decir que la presencia de Dios es más fuerte en El Castillo que en muchas obras religiosas. Y eso que en la novela kafkiana no aparece la palabra Dios, ni siquiera para decir Dios mío, o mi Dios se lo pague; pero Dios está presente en todas partes, tanto que es posible que un ateo crea en Dios tan solo leyendo El Castillo.

La situación es difícil, y como expresó Raymond Carver, entonces de qué hablamos cuando hablamos de amor, quizás de geografía o de matemáticas o simplemente de miradas o ortografía; y desde luego debe haber música.

Felipo Zaná

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