Diario de viaje – Día 3 – De vuelta a la infancia



Recorrí Santiago en bicicleta, y ésta ha sido la mejor experiencia del viaje hasta el momento, mucho más que las cervezas y los vinos.

Juan José se marchó temprano, porque tenía que adelantar cierta investigación de un caso que está llevando. Nosotros estaríamos con Delia. Ella iba para la universidad, a participar en un evento con la escuela de sindicalistas. El medio de transporte para ir allí sería la bicicleta. Delia tenía la suya propia, y lo más divertido: también había una para Maya y otra para mí.

Delia inició la marcha, era nuestra guía en aquella ciudad tan poco querida por nuestra bella chilena. Maya y yo íbamos detrás, desnudando aquella desconocida ciudad con cada pedalazo.

Desde un principio, aquel viaje en bicicleta me hizo feliz. Consiguió devolverme a la infancia y no hay nada más bello, tierno, conmovedor y poético que ella. La felicidad verdadera es la infancia. Buscad allí. Después, el ser humano se va tornando infeliz; aunque paradójicamente, también se las arregla para encontrar felicidad en la infelicidad, pero no de un modo puro. El hombre adulto toca la felicidad cuando logra evocar la infancia, cuando la vive nuevamente.

Yo llevaba alrededor de quince años sin montar en bicicleta. Y fueron tantas tardes felices las que pasé con una cicla en mi niñez de Apartadó. Me recuerdo montando con mis hermanos Diego y Lina. Me recuerdo mucho antes, en las calles de Simón Bolivar, tratando de aprender a montar bicicleta y terminando las más de las veces en el suelo. Me daba pesadumbre ir a algún paseo familiar de toda una jornada, porque sería un día en que no practicaría, y quizás perdería la lucha que secretamente mantenía con un vecino sobre quién aprendería a montar bicicleta primero. Y bueno, en ese día que yo estuviera ausente, el podría aprender o tomarme la delantera. Era feliz en esa sana competencia. Fui feliz cuando daba pedalazos sin caerme. Fui feliz recorriendo las calles del barrio Policarpa en Apartadó sobre dos llantas.

Mis primeros pedalazos en bicicleta chilena fueron torpes. Poco a poco me fui tomando confianza: es cierto que nunca se olvida a montar en bicicleta. Sin embargo, siempre me ponía nervioso cuando pasaba cerca a automóviles. Me asustan. Aunque en Chile son respetuosos tanto con los ciclistas como con los peatones. A veces, huyendo de los autos, montábamos por la acera; aunque también sentí nuevamente la niñez con la inocencia recuperada. Me sentía invulnerable. Parecía como si los automóviles chilenos no tuvieran la propiedad de arrollar a las personas, ni de matarlas. Parecía como si nada pudiera pasar, como si no hubiera peligro. Tampoco veía la posibilidad de caerme y fracturarme un brazo.

Santiago es una ciudad gris. Da la impresión de que el verde no es verde, sino verdegris; el rojo no es rojo. Todo color pierde su intensidad y adquiere tonos grisáceos. Me encanta Santiago. Es una ciudad sin grandes edificaciones, aunque en estos momentos se construye allí el edificio más alto de toda Latinoamérica. La vista no se corta por edificios, sino que la mirada gris se extiende y se extiende hasta que solo se ven puntos grises a lo lejos.

Eran las diez de la mañana y estaba recorriendo el centro de Santiago en bicicleta, algo que jamás he hecho en Medellín y que creo que jamás haré. Santiago me hizo vivir nuevamente a Apartadó.

Iba bien arropado para el frío chileno: dos pantalones, camiseta, camisa y saco. Tuve la siguiente sensación: una mezcla de dos mundos. Debido a la actividad física (montar en bicicleta), un calor nacía en el cuerpo; por otra parte, desde afuera llegaba una corriente de aire frío. Y la vida es un poco así, es como montar bicicleta por calles chilenas. Desde nuestro ser, desde nuestra fogosidad, hay un calor que nos impulsa a vivir, a cumplir nuestros sueños, pero desde el exterior, hay corrientes de aire frío, que tratan de apagar, ahogar ese calor. La vida es una lucha de climas y temperaturas. Y cada vida tiene su temperatura diferencial. En algunas triunfa el frío, en otras el calor. Usualmente, cuando doy apretones de manos, me entero de las diversas temperaturas que hay en el mundo.

El primer viaje en cicla fue desde la casa de Juan José hasta la universidad Alberto Hurtado. Allí había un espacio de reflexión y de ventas, música y comida. Me acordé de las tardes culturales de la Universidad Nacional. Recordé mucho a mi gran amiga de otra época, Laura; también a sus hermanos.

Me gustó la universidad. No había muchas zonas verdes, pero la construcción era antigua y tenía bastantes lugares para que los jóvenes se pudieran sentar, y creo que ese hecho es importante para formar jóvenes pensantes.

Delia y Juan José participaron con el stand de la Escuela Sindical; estaban vendiendo pan con humus, para recoger fondos. Había mucha música. Había una exposición de fotos con sentido, donde uno podía votar por la foto que más le gustara.

Maya y yo no nos quedamos mucho tiempo en la U, sino que salimos a recorrer el centro, esta vez a pie, como Fernando González. Fuimos a la Moneda. No pudimos entrar. Fuimos al Correo Central, a la Catedral. Para cuando fueron las cuatro de la tarde, estábamos de vuelta en la universidad.

El evento estaba terminando. Recogimos las bicicletas y salimos a recorrer más Santiago, esta vez nuestro guía sería Juan José. Montamos bicicleta con él, desde las cuatro hasta las ocho. Recorrimos barrios hermosos, la Quinta Normal, el Palacio de la Memoria.

A las ocho, Juan José tenía clase; Maya y yo nos quedamos sin guía, pero ya sabíamos cómo movernos en la ciudad gris. A las diez nos reunimos nuevamente con nuestro guía chileno, en la estación del metro de Baquedano.

Llegamos a la casa de Delia, quien estaba practicando para un evento de Cueca que tendría al día siguiente. Por la noche nos juntamos con la Pili chilena, una amiga de ellos que vivía en Argentina, pero que estaba de vuelta para pasar unos días en su país por las fiestas nacionales. También nos juntamos con la Jo, Martín y el chino. La pasamos muy bien. Bebimos mucho, y nos reímos bastante con la frase del día: “La come trapo”. Eran las cuatro de la mañana cuando nos acostamos. A las seis nos levantaríamos para ir a Isla Negra. 

12 de septiembre de 2012

Felipo Zaná
 



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