Diario de viaje – Día 5 – El puerto de Valparaíso



"AMO, Valparaíso, cuanto encierras,
y cuanto irradias, novia del océano,
hasta más lejos de tu nimbo sordo."
Pablo Neruda



Me levanté temprano y fui a ver televisión. Luego llegó Maya. Había una noticia curiosa: un hombre iba a tomar un ascensor, pero no se percató de que cuando las puertas se abrieron no había nada, fue entonces que cayó al vacío, muriendo al instante. Me pregunté cómo es posible morir tan lejos del mar.

Luego de pasar tiempo deambulando por los canales de la televisión, el desayuno fue servido. Había un sabor a vino, el desayuno fue exquisito. El huevo fue servido en una copa; el banano, partido en pequeños trozos y bañado con un poco de yogurt, también se tomaba de una copa. Y de copa en copa fuimos consumiendo el desayuno, y embriagándonos con Valparaíso.

Bajamos al segundo piso del hostal, donde utilicé el computador para mandar mensajes a Lina, a Mar-ya y Blasina. El señor del hostal nos dio un mapa de la ciudad y nos trazó una ruta que podíamos seguir por nosotros mismos, la misma ruta que hacían los turibuses. Salimos a la calle y allí estaba Valparaíso, hermosa con sus limitaciones a plena luz del día.

Valparaíso es una ciudad hecha a base de cerros, y bordeando los cerros se encuentran arcoíris de casas. No hay color ausente en las viviendas. De una casa naranja continúa una casa roja, luego otra verde, y luego otro color y luego otro. No sé cómo se construyó Valparaíso, quizás un día Dios se encontró un pincel y comenzó a pintar con el mismo libre albedrío que le había regalado a los hombres; y fue allí, en esa ciudad chilena donde se inspiró. O quizás fueron los hombres, y cada uno pintó el color de su corazón y de paso dotaron a la ciudad de un latido profundo.

Lo primero fue recorrer Cerro Alegre, el cerro más alegre de todos. En los cerros hay ascensores a un precio barato, que sirven para los turistas, o para cuando una persona está de prisa o sufre del corazón. Caminamos por unas calles llenas de arte, en las cuales a la belleza del color, se le agregan pinturas y dibujos acertados. Había calles estrechas, adecuadas para los ladrones, pero de una tranquilidad y una belleza que nunca antes había visto. Ahora, cada vez que piense en una calle de poesía, pensaré es esas calles de Valparaíso.



En los cerros hay miradores, y cuando uno se sienta en alguna banca, se puede ver todo el mar. El puerto es inmenso, y es propicio para el amor: “Yo que viví en un puerto desde donde te amaba.” (Neruda) Observando el puerto, lleno de barcos de todos los tamaños, y observando también la ciudad, uno se da cuenta de que Valparaíso es simplemente un adorno que el mar se pone en un costado, como un pañuelo de monedas que usa una sensual bailarina.  Esa es la verdad, habitantes de Valpo, el mar, el mar, mar, mar es el protagonista, es quien sabe bailar con ritmo, moviendo sus manos y su lengua.

Recorrimos el Cerro, y luego comenzamos a bajar en dirección al puerto. Pasamos una estatua de Prat, y finalmente tuvimos el mar ahí al frente, tan cerca. Y entonces uno se da cuenta de que la tierra es para los cobardes, que la aventura está en el mar. Que un puerto es un lugar melancólico, porque estar en un puerto es sinónimo de espera. Estar detenido en un puerto, es esperar a que el mar le traiga algo a uno: un barco quizás, quizás en el barco venga la persona amada que se aguarda; quizás una mercancía, o una carta o un tesoro. Solo hay espera en los puertos. La riqueza está profunda. Los barcos en el puerto lucen también melancólicos, en una actitud de espera.

Y fue entonces cuando percibí la voz del mar que me llamaba, quizás la voz que sintió Alfonsina del mar.

Nos montamos en una lancha para recorrer el puerto. Vimos lobos marinos. Estuvimos cerca de las grandes embarcaciones. El guía explicaba cosas, pero yo a quien escuchaba era al mar. Lanzarse al mar es lo que hay que hacer; navegar sin rumbo fijo, dejar atrás la espera de los puertos. El mar no te dará aquello que no salgas a buscar, aquello que no le arrebates de lo profundo de sus entrañas. Hay tantos tesoros allí enterrados, tantas sirenas en las profundidades, tantas ciudades perdidas, tragadas en el estómago, tantos otros puertos que también esperan. Y entonces fue justo ahí cuando supe que había que salir al encuentro del mar.



Luego del barco, comimos ceviche. Estaba delicioso, incluso a Maya que no gusta de la cebolla ni de platos nuevos, le gustó. El licor de aperitivo estuvo enbriagante, y Maya y yo brindamos por nuestro viaje en un restaurante de Valparaíso, con un sabor caleño.


Nuestra siguiente parada fue el Museo Naval, ubicado también en un cerro. Un museo dedicado al mar, donde había todo tipo de objetos, de maquetas, de representaciones. Allí también el mar, el mar. Supe del gran poeta del mar, Salvador Reyes Figueroa. Algunos de sus versos que anclaron en mi corazón:



“El mar es la patria de los soñadores”
“El timonel va abriendo un surco que nadie ha de sembrar”
 “La goleta está colgada de la noche más allá la canción tumultuosa de los puertos”
“Ella tiene en sus ojos de almendra cautivos los horizontes marinos”
 

Después del museo Naval, tomamos un bus que nos dio un gran recorrido por todo Valparaíso. Nos bajamos en La Sebastiana, la casa de Neruda. Es una casa hermosa, de varias plantas. Lo más sobresaliente es su gran vista al mar.

Fuera de la casa de Neruda, hay una plaza llamada la plaza de los poetas, donde hay tres estatuas de los tres poetas chilenos más grandes: Pablo Neruda, Gabriela Mistral y Vicente Huidobro. Allí, en las inmediaciones, cada casa era identificada por un verso. Versos de Neruda y de García Lorca. Así que se podría decir vivo en la casa “No te conoce el toro ni la higuera”. No se diría vivo en la calle 23 con la carrera 45, sino vivo en la casa “Me gustas cuando callas porque estás como ausente”.

Luego de caminar todo el día, volvimos al hostal. Antes pasamos por el supermercado y compramos pan y leche achocolatada. Me tomé una cerveza negra de Valdivia, la Kunstmann. Comí papitas de orégano, y de otros sabores nuevos.

14 de septiembre de 2012
 
Felipo Zaná
 

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