Sobre rayar, ya sea en los libros, en lo etéreo o en la locura
Amable lector, ¿eres de las personas que gusta de rayar los libros? ¿O por el contrario piensas que es un crimen?
Hablaré un poco sobre esa espinosa cuestión. Déjenme que les cuente una historia. Tenía tres candidatos para mi próxima lectura. Los había prestado esta semana en la biblioteca. Se trataban de “La monja alférez” de Thomas de Quincey, “La charca del diablo”, de George Sand y “Los himnos a la noche / Enrique de Ofterdingen” de Novalis. Antes de leer un libro me gusta mirarlos al derecho y al revés. Miro el número de páginas, el tamaño de la letra, hojeo brevemente la calidad del prólogo, y leo la primera línea, a veces también la última. En “La charca del diablo”, me encontré en la última hoja con el siguiente comentario que alguien había escrito allí con letra verde: “Esto, infortunado lector, no es una novela… es un cuento larguísimo… y de los peores. El costumbrismo francés es mucho más depurado”. Bendije a la persona que escribió eso allí. Sentí que no había necesidad de leer ese libro de primero. No es que creyera en esas palabras, pues podrían ser de un lector criticón y pesimista, además de que las sensibilidades literarias son distintas en cada ser. Lo que pasó es que el hecho de ese escrito simplemente me fascino. Fue breve, pero potente. Además me causó cierta curiosidad el responsable, por su solapada maldad. El adjetivo que usó es maravilloso “infortunado”. Y lo escribió porque deseaba que el nuevo lector de ese libro pasara por esas páginas malas, según él. Ya que si su verdadero objetivo era advertir al lector, para que no perdiera su tiempo en horas de aburrimiento, hubiese escrito ese comentario en la primera página, y no en la última. Es como una larga carcajada a quienes leyeran el libro.
Cuando era pequeño recuerdo que había un diccionario en mi casa, con pequeños dibujos. El diccionario había sido un regalo de un primo, pero en cada uno de sus dibujos salía un chimbo. Fuera un objeto animado o inanimado, todo tenía chimbo. Era así pues que una mesa tenía un chimbo en el medio, una tacita de té, aparte de oreja también tenía su chimbo. Cuando había dos dibujos en una misma página, ya las cosas no tenían solo chimbos sino también culos. Un chimbo iba hacia el otro dibujo. Recuerdo la cara de reprobación que hizo una de mis maestras cuando vio mi diccionario en el colegio. A sus hojas habría parecido quizás la perversión en persona. Desde entonces no me gustó rayar los libros.
Sin embargo eso cambió con el tiempo, ahora me parece que es obligación del lector rayar el libro. Lo que él decida rayar, será como una muestra de su alma. Por supuesto hay almas que nos cautivan y otras no tanto.
Una vez en un trueque, conseguí una Metamorfosis de Franz Kafka que estaba rayada por todas partes. Se trataba de una tal Milena que le había regalado ese libro a un tal Jorge. Milena rayó todas las páginas del libro. Los márgenes los llenó de “Te amo”. Es decir, calculando mal había por ahí 1500 “Te amos” en ese libro. Quizás ese sea el amor más grande del planeta del que habla Pipe Peláez. Bah. Pensé que podía leer el libro, pero me fue imposible. En otro trueque me deshice de él. Espero nunca encontrarme con esa tal Milena.
En contraste, hace poco me encontré con un libro de una dedicatoria excepcional. Línea a línea, las primeras hojas del libro daban cuenta de una Penélope moderna. Le hablé a Daniel de esa dedicatoria, y quiso verla. También él quedó encantado.
Cuando no me gustaba rayar libros, tenía un amigo que sí lo hacía. Incluso con los de las bibliotecas. Yo cada vez que lo veía haciendo eso, lo reprobaba. Pero Jorge Mario no rayaba los libros con comentarios, sino que resaltaba solo lo importante. La cuestión es que para mi amigo todo lo que decía el libro era importante, así que terminaba un libro subrayado en su totalidad. Ahí también está presente el alma.
Un libro nuevo se ve tan hermoso. Mucha gente dice que no hay muerto malo, ni niño feo. Pues bien, yo digo que no hay libro nuevo que sea malo. Es solo verlos. Ese olor a madera. Esa suavidad de curva diferenciable en cada uno de sus puntos. Pero los niños van creciendo y los libros también. El otro va escribiendo en ese niño, y en los libros también.
Mi “Cien años de soledad”, por ejemplo, es una belleza. No lo he rayado aún. Soy desprendido con los libros, pero creo que ése es al que más quiero. Pero algún día lo rayaré, algún día lo regalaré. Así como se fue la postal de María Mercedes Carranza, Los “Cien sonetos de amor” de Pablo Neruda, los cuentos de Cortázar.
Rayar un libro es una comunicación con el otro a través del tiempo y del espacio. Pienso, por ejemplo, escribir mi impresión sobre mi lectura de “La charca del diablo” cuando lo lea. Quizás, si quien escribió la novela es un buen lector, sin duda alguna hará una relectura del libro y lo prestará nuevamente en un futuro. Así se encontrará con mi mensaje. Quizás me responda. Y quizás cuando yo tenga cincuenta años (espero no llegar a tantos) tenga deseos de leer ese libro, y continuemos con ese diálogo de dos desconocidos que tratan de conjurar su soledad. Quizás cuando abra nuevamente el libro, otro solitario se haya unido a la conversación en el tiempo. Quizás el más atroz de los solitarios haya dejado un número telefónico o una dirección de correo electrónico. Quizás sea una bella dama quien está al otro lado del libro.
Pero los libros no sólo son para las palabras. Cuando leí “La insoportable levedad del ser”, en la primera página había un bello dibujo de un desnudo a lápiz. Aquella fue más osada, no solo desnudó su alma en el libro, sino que también lo hizo con su cuerpo, y dejó su huella en los lectores de Milán Kundera.
Una lectura activa necesita de un lector activo, que confronte al escritor, que no sea solo él quien hable. Escribir por ejemplo en la divina comedia: “Dante, espero que te estés condenando en uno de tus infiernos, por mal escritor”. O por el contrario felicitar: “¡Qué buen adjetivo!”. O este pasaje me trae los siguientes recuerdos. Yo viví en el mundo, me parece que llovía siempre sobre mi vida.
Un libro también es el perfecto laboratorio para los nuevos escritores. Por la mañana leí unas páginas de Stevenson. Decían lo siguiente: “Si daba un paseo, mi mente se afanaba revistiendo de palabras adecuadas lo que veía; cuando me sentaba a la vera del camino, o bien leía, o echaba mano de un lápiz y una libreta con los que anotaba las peculiaridades de la escena que tenía ante mis ojos o conmemoraba algunas estrofas saltonas. Así pues, vivía con las palabras; y lo que de ese modo escribía no tenía ningún uso ulterior, lo hacía adrede para practicar. No se trataba tanto de que deseara ser escritor (aunque lo deseaba, claro está), como de que había jurado aprender a escribir. Esta pericia me tentaba; y yo me ejercitaba, igual que los que aprenden a tallar, en una apuesta personal”. Y qué mejor lugar para aprender que al lado de nuestros maestros. Que todo libro que cojamos en nuestras manos, termine convertido en un palimpsesto. Que cojamos con los libros, con la connotación española.
Yo quiero lo mismo que quiso Stevenson tantos años antes. Sin embargo hay una pequeña diferencia, Stevenson hacía eso a los trece. Yo ya tengo veinticinco, y quizás sea cierto eso de que “Lora vieja no aprende a hablar”. Pero tengo una ventaja, a mis veinticinco, aparento quince. Así que podría cambiar mi edad, y que Stevenson solo me lleve dos años de ventaja. Quizás fue que me adelanté diez años a mi nacimiento. Quizás una vida no sea suficiente para aprender a escribir. Al que madruga Dios le ayuda. O la versión en inglés. The early bird gets the worm. Sin embargo, hay una esperanza, los últimos serán los primeros, además nadie conoce las encrucijadas del tiempo y su fluir de reloj de arena.
Quizás hay algún libro en el mundo, con un mensaje que un solitario escribió pensando en nosotros. Quizás esta línea escrita con este teclado, le hable a un solitario. Quizás algún día al leer esto nuevamente tenga una respuesta. Quizás la locura sea un sinónimo de la espera.
Hablaré un poco sobre esa espinosa cuestión. Déjenme que les cuente una historia. Tenía tres candidatos para mi próxima lectura. Los había prestado esta semana en la biblioteca. Se trataban de “La monja alférez” de Thomas de Quincey, “La charca del diablo”, de George Sand y “Los himnos a la noche / Enrique de Ofterdingen” de Novalis. Antes de leer un libro me gusta mirarlos al derecho y al revés. Miro el número de páginas, el tamaño de la letra, hojeo brevemente la calidad del prólogo, y leo la primera línea, a veces también la última. En “La charca del diablo”, me encontré en la última hoja con el siguiente comentario que alguien había escrito allí con letra verde: “Esto, infortunado lector, no es una novela… es un cuento larguísimo… y de los peores. El costumbrismo francés es mucho más depurado”. Bendije a la persona que escribió eso allí. Sentí que no había necesidad de leer ese libro de primero. No es que creyera en esas palabras, pues podrían ser de un lector criticón y pesimista, además de que las sensibilidades literarias son distintas en cada ser. Lo que pasó es que el hecho de ese escrito simplemente me fascino. Fue breve, pero potente. Además me causó cierta curiosidad el responsable, por su solapada maldad. El adjetivo que usó es maravilloso “infortunado”. Y lo escribió porque deseaba que el nuevo lector de ese libro pasara por esas páginas malas, según él. Ya que si su verdadero objetivo era advertir al lector, para que no perdiera su tiempo en horas de aburrimiento, hubiese escrito ese comentario en la primera página, y no en la última. Es como una larga carcajada a quienes leyeran el libro.
Cuando era pequeño recuerdo que había un diccionario en mi casa, con pequeños dibujos. El diccionario había sido un regalo de un primo, pero en cada uno de sus dibujos salía un chimbo. Fuera un objeto animado o inanimado, todo tenía chimbo. Era así pues que una mesa tenía un chimbo en el medio, una tacita de té, aparte de oreja también tenía su chimbo. Cuando había dos dibujos en una misma página, ya las cosas no tenían solo chimbos sino también culos. Un chimbo iba hacia el otro dibujo. Recuerdo la cara de reprobación que hizo una de mis maestras cuando vio mi diccionario en el colegio. A sus hojas habría parecido quizás la perversión en persona. Desde entonces no me gustó rayar los libros.
Sin embargo eso cambió con el tiempo, ahora me parece que es obligación del lector rayar el libro. Lo que él decida rayar, será como una muestra de su alma. Por supuesto hay almas que nos cautivan y otras no tanto.
Una vez en un trueque, conseguí una Metamorfosis de Franz Kafka que estaba rayada por todas partes. Se trataba de una tal Milena que le había regalado ese libro a un tal Jorge. Milena rayó todas las páginas del libro. Los márgenes los llenó de “Te amo”. Es decir, calculando mal había por ahí 1500 “Te amos” en ese libro. Quizás ese sea el amor más grande del planeta del que habla Pipe Peláez. Bah. Pensé que podía leer el libro, pero me fue imposible. En otro trueque me deshice de él. Espero nunca encontrarme con esa tal Milena.
En contraste, hace poco me encontré con un libro de una dedicatoria excepcional. Línea a línea, las primeras hojas del libro daban cuenta de una Penélope moderna. Le hablé a Daniel de esa dedicatoria, y quiso verla. También él quedó encantado.
Cuando no me gustaba rayar libros, tenía un amigo que sí lo hacía. Incluso con los de las bibliotecas. Yo cada vez que lo veía haciendo eso, lo reprobaba. Pero Jorge Mario no rayaba los libros con comentarios, sino que resaltaba solo lo importante. La cuestión es que para mi amigo todo lo que decía el libro era importante, así que terminaba un libro subrayado en su totalidad. Ahí también está presente el alma.
Un libro nuevo se ve tan hermoso. Mucha gente dice que no hay muerto malo, ni niño feo. Pues bien, yo digo que no hay libro nuevo que sea malo. Es solo verlos. Ese olor a madera. Esa suavidad de curva diferenciable en cada uno de sus puntos. Pero los niños van creciendo y los libros también. El otro va escribiendo en ese niño, y en los libros también.
Mi “Cien años de soledad”, por ejemplo, es una belleza. No lo he rayado aún. Soy desprendido con los libros, pero creo que ése es al que más quiero. Pero algún día lo rayaré, algún día lo regalaré. Así como se fue la postal de María Mercedes Carranza, Los “Cien sonetos de amor” de Pablo Neruda, los cuentos de Cortázar.
Rayar un libro es una comunicación con el otro a través del tiempo y del espacio. Pienso, por ejemplo, escribir mi impresión sobre mi lectura de “La charca del diablo” cuando lo lea. Quizás, si quien escribió la novela es un buen lector, sin duda alguna hará una relectura del libro y lo prestará nuevamente en un futuro. Así se encontrará con mi mensaje. Quizás me responda. Y quizás cuando yo tenga cincuenta años (espero no llegar a tantos) tenga deseos de leer ese libro, y continuemos con ese diálogo de dos desconocidos que tratan de conjurar su soledad. Quizás cuando abra nuevamente el libro, otro solitario se haya unido a la conversación en el tiempo. Quizás el más atroz de los solitarios haya dejado un número telefónico o una dirección de correo electrónico. Quizás sea una bella dama quien está al otro lado del libro.
Pero los libros no sólo son para las palabras. Cuando leí “La insoportable levedad del ser”, en la primera página había un bello dibujo de un desnudo a lápiz. Aquella fue más osada, no solo desnudó su alma en el libro, sino que también lo hizo con su cuerpo, y dejó su huella en los lectores de Milán Kundera.
Una lectura activa necesita de un lector activo, que confronte al escritor, que no sea solo él quien hable. Escribir por ejemplo en la divina comedia: “Dante, espero que te estés condenando en uno de tus infiernos, por mal escritor”. O por el contrario felicitar: “¡Qué buen adjetivo!”. O este pasaje me trae los siguientes recuerdos. Yo viví en el mundo, me parece que llovía siempre sobre mi vida.
Un libro también es el perfecto laboratorio para los nuevos escritores. Por la mañana leí unas páginas de Stevenson. Decían lo siguiente: “Si daba un paseo, mi mente se afanaba revistiendo de palabras adecuadas lo que veía; cuando me sentaba a la vera del camino, o bien leía, o echaba mano de un lápiz y una libreta con los que anotaba las peculiaridades de la escena que tenía ante mis ojos o conmemoraba algunas estrofas saltonas. Así pues, vivía con las palabras; y lo que de ese modo escribía no tenía ningún uso ulterior, lo hacía adrede para practicar. No se trataba tanto de que deseara ser escritor (aunque lo deseaba, claro está), como de que había jurado aprender a escribir. Esta pericia me tentaba; y yo me ejercitaba, igual que los que aprenden a tallar, en una apuesta personal”. Y qué mejor lugar para aprender que al lado de nuestros maestros. Que todo libro que cojamos en nuestras manos, termine convertido en un palimpsesto. Que cojamos con los libros, con la connotación española.
Yo quiero lo mismo que quiso Stevenson tantos años antes. Sin embargo hay una pequeña diferencia, Stevenson hacía eso a los trece. Yo ya tengo veinticinco, y quizás sea cierto eso de que “Lora vieja no aprende a hablar”. Pero tengo una ventaja, a mis veinticinco, aparento quince. Así que podría cambiar mi edad, y que Stevenson solo me lleve dos años de ventaja. Quizás fue que me adelanté diez años a mi nacimiento. Quizás una vida no sea suficiente para aprender a escribir. Al que madruga Dios le ayuda. O la versión en inglés. The early bird gets the worm. Sin embargo, hay una esperanza, los últimos serán los primeros, además nadie conoce las encrucijadas del tiempo y su fluir de reloj de arena.
Quizás hay algún libro en el mundo, con un mensaje que un solitario escribió pensando en nosotros. Quizás esta línea escrita con este teclado, le hable a un solitario. Quizás algún día al leer esto nuevamente tenga una respuesta. Quizás la locura sea un sinónimo de la espera.
Felipo Zaná
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