Testimonio: Andrés Holguín
Yo conocí a Andrés Holguín una mañana de octubre del año 2005. La primera impresión que me causó es que era uno de los hijos perdidos de Luzbel, sobre todo por su mirada. Yo acababa de unirme al taller de escritores “Los del taller”. Estaba en el segundo piso de la biblioteca con Adriana; y él llegó con su uniforme de colegial y su mochila de los sesenta, enseguida desenvainó uno de sus cuadernos y nos fusiló con uno de sus poemas. Se llamaba “Burdelito”; con la lectura de ese poema confirmé mi primera impresión. Los ojos de Adriana brillaron como nunca he vuelto a ver brillar dos ojos en mi vida, mientras Andrés leía su poema. Terminó de leer, con una cara inexpresiva, como queriendo decir que todo comentario subsiguiente le daba lo mismo, sin embargo, Adriana traería su sonrisa a colación y habló de que el poema debería ser leído en la lectura de Villas del Sol, que se realizaría en breves días. Los poemas de Andrés Holguín fueron los primeros que escuché en mi vida, en ese entonces no sabía quién era Neruda, o García Lorca, escasamente apenas conocía dos poemas de María Mercedes Carranza. Hasta ese momento había sido un lector de novelas, básicamente.
Al poco tiempo llegó Biviana, tarde como siempre. Observé un claro contraste entre los dos, Biviana era totalmente expresiva, y eran los mejores amigos. Ese día hicimos un ejercicio, donde nosotros tres: Biviana, Andrés y yo, comenzábamos un escrito, en prosa en verso, en lo que nos diera la gana, luego después de cierto tiempo, las hojas se rotaban y cada uno continuaba lo que el del lado escribía. Ahora, me pregunto dónde estarán aquellas hojas, qué habrá sido de su suerte. Los estilos hablaban por sí solos, no causaba nada de dificultad saber qué línea era de Andrés Holguín y cuál era de Biviana.
Continué yendo al taller. Cada nuevo poema de Andrés Holguín me sorprendía.
Poco a poco fui conociendo a Andrés Holguín. El taller con Adriana se acabó y hubo un tiempo de silencio entre todos. Luego Toto continuaría el taller, y nos volvimos a reunir. Esta vez también a parte de Biviana, estaba El Lagarto, otro poeta al que admiro como nadie, a parte de otros miembros, cuál más específico. Cierta vez, con Toto, estuvimos en la emisora de la Universidad de Antioquía grabando. Ahí pasaría algo místico, Andrés Holguín leería el mejor poema de este mundo: “Oración u oda a la muerte”. Recuerdo que cuando comenzó a leer, era como si la palabra cegara, era imposible mirar a la boca por donde salían tales palabras, veía la cara de Biviana, de Victor, de Ramón, de Toto, de don Ignacio, y encontraba el mismo sentimiento. Luego de que terminó fue como un silencio milagroso, que se rompería con la voz de Biviana, diciendo “Wow”.
Del chicho hijo de Luzbel y callado, fue quedando poco. No se sí se creó, o no la había percibido antes, pero vi crecer una profunda rebeldía. Ya no solo su pelea eterna con la iglesia, su pensamiento se fue haciendo más complejo, y sus crisis más profundas. Creo que su rebelión interior se extendió hasta el exterior. De alguna manera u otra, debió de haber solucionado su problema con la Iglesia, y se quiso enfrentar a otros quizás más verdaderos.
Andrés Holguín y yo no nos llamábamos; él llegaba a mi casa, en la mañana o en la tarde, y hablábamos sobre diversos temas, especialmente de Literatura. Otras veces era yo quien iba a su casa, y hablábamos en la Chinca, a palo seco, o a veces, con una botella de vino. Vivíamos cerca.
No faltaba ocasión para discutir sobre la literatura, no faltaba ocasión para que él elogiara a Gonzalo Arango, y acusara a Gabo. Yo hacía totalmente lo contrario. Nunca llegamos a las manos, aunque a veces, creo que hizo falta. Pues de Gabo se aprende bastante.
Cierto día, los del grupo fuimos a una audición para un trabajo maravilloso: ser poetas de buses. La audición fue en el centro, en un apartamento vacío y de dudosa procedencia, ahora con la sabiduría que dan los años, juro que lo de la poesía era pura mentira, y que lo que había allí era una trata de blancas, lo que pasa es que nada pasó a mayores, pues ninguno de nosotros era mono. Porque si fuera por talento, Andrés Holguín hubiera obtenido el papel estelar con su poema de las flores, el poema en que Dios tiene un jardín. Muy bien acompañado con gestos expresivos. Ya para ese tiempo amaba a Neruda, así que yo declamé “Oda al hombre sencillo”.
De mención también es la representación que Andrés Holguín hizo sobre el Marqués de Sade en la biblioteca de José María Velaz. Se robó el show, arrastrándose por el suelo, invocando a Justine, y soltando toda clase de obscenidades, ante la mirada atónica de decenas de niños de colegio y escuela. Esa representación solo sería comparable a la de Quintero, con sus galleticas de Ajonjolí.
Mandala se convertiría también en lugar de encuentro. No faltaron cervezas y cadáveres exquisitos. No faltaron amistades. No faltó la poesía. No faltó Chicha.
Sobre las piedras, en la cascada, la voz de Andrés Holguín se alzaba, y su arrolladora prosa verbal. Los proyectos nunca realizados se hilaban uno tras otro. Los poemas en hojas, las poesías en los buses, en los bancos, en las alcaldías. Una prosa verbal capaz de convencer a un calvo que necesita un buen corte de pelo, o capaz de enrollar uno de los lacios cabellos de Laura Isaza.
La poesía como salvación del mundo.
Felipo Zaná
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