El efecto Kafka

Pensar en Kafka es pensar en lo absurdo, es por eso que su obra tiene tanta aplicabilidad en la vida “real”, pues qué más absurdo que la vida misma.

Esta semana una tía llegó de visita a mi casa, y me preguntó qué estaba leyendo. Le dije que estaba dedicado a Kafka. Ella hizo un gesto horrible, y me dijo: “Ah, ese es el de la Metamorfosis, ah, qué horrible”. Mi tía me contó que no concebía cómo en el colegio le habían puesto a leer ese libro tan macabro. Consideraba que era una novela muy avanzada para la tierna edad del colegio. También me ilustró sobre el trauma de por vida que había dejado Kafka en ella. Mi tía es incapaz de matar una cucaracha; o siempre que mata alguna, queda con un gran sentimiento de culpa, pues imagina que esa cucaracha puede ser un ser humano que una mañana, tras un sueño intranquilo, despertó convertido en un monstruoso insecto.

Yo por mi parte siempre pienso en Kafka toda vez que pasó por la portería del edificio de mi trabajo. Por lo general lo hago cuatro veces al día: cuando llego por la mañana, cuando salgo y entro a almorzar, y finalmente cuando termina la jornada laboral. Es decir, que mínimamente pienso en Kafka cuatro veces al día. La razón es la siguiente. En una novela de Kafka, “América”, el personaje principal, Karl, trabaja en un hotel de ascensorista. En cierta ocasión, él se tiene que ausentar de su puesto por dos minutos, tiempo suficiente para que el camarero mayor (su jefe) lo sorprendiera y lo citara a conversatorio. Era una falta causante de despido, pero a esta falta se sumó una queja del portero mayor del hotel, que pareció tomar más fuerza que el abandono momentáneo del puesto. La queja del portero era la siguiente:

―Por otra parte, ya te conozco yo también ―dijo el portero extendiendo su índice grueso, grande, rígido―. Eres el único de los muchachos que no me saluda, que sistemáticamente no me saluda. ¿Qué es lo que te crees tú, en verdad? Cualquiera que pase por la portería tiene el deber de saludarme. […] Es cierto que a veces me hago el distraído; pero puedes estar bien tranquilo, yo sé siempre, exactamente, quién me saluda y quién no, ¡pedazo de botarate!

[…]

―Señor portero mayor ―dijo Karl―; ciertamente lo saludo a usted. No llevo mucho tiempo en América y vengo de Europa, donde, como todo el mundo sabe, se saluda mucho más de lo necesario. […] Todos los días lo he saludado a usted, y varias veces por día. ¡Claro que no cada vez que lo veía, puesto que cien veces al día paso yo frente a usted!

―Tú tienes que saludarme siempre, siempre sin excepción y durante todo el tiempo que hables conmigo tienes que permanecer con la gorra en la mano y tienes que decirme siempre “señor portero mayor” y no “usted”. Y todo esto siempre y siempre.

Luego de esta acusación Karl trata de defenderse. Pero el portero vuelve a la carga:
―Ahora ya ves a dónde lleva una conducta semejante ―dijo el portero―. En tu próximo puesto ya sabrás saludar al portero aunque sólo sea el caso en alguna taberna miserable.

Karl comprendió que en realidad había perdido su puesto.

¡Ay, Kafka! Es cierto que a veces me hago el distraído. Puro heredero de Carroll, tus libros no se quedan solo en los libros, sino que se manifiestan a través de nuestras vidas.

Felipo Zaná

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