Cadáver exquisito

Fui invitado por mi lápiz y mi lapicero a una fiesta. Se trataba de algo muy sencillo, sin mucho glamur. En total solo éramos seis: mi lápiz, mi lapicero de tinta verde, la novia de mi lapicero, la amiga de la novia de mi lapicero y, por último, un portaminas viejo, que no tenía dueño. La fiesta comenzó a las ocho de la noche, sin embargo, a las diez había llegado a ese punto muerto en que suelen caer las reuniones sociales: mi lapicero verde y su novia tempranamente se habían enfrascado en una conversación íntima que excluía a todos los demás. Mi lápiz quedó prendado de la amiga de la novia de mi lapicero, y trataba por todos los medios de ser locuaz, pero su melancolía de blanco y negro no le favorecía mucho. Así que mi único interlocutor era el portaminas viejo. Enseguida me contó de lo feliz que se sentía por no tener dueño, nunca vacilaba en nada; me habló un poco de Zaratustra, era algo como si Dios hubiera muerto, se consideraba pues un superportaminas. Me hablaba de la sinceridad de todo cuanto escribía, y que no le importaba nada en absoluto las consecuencias, después de todo, quién lo podría censurar. “Piense usted, me decía, en un escrito por ejemplo contra el presidente, mi letra es la única que no vacila, porque no tiene autor, no hay pues por tanto a quien chuzar”. Encontraba pertinente su discurso. Después de algunas copas, sin embargo, comenzó a demostrar un sordo rencor contra mi lápiz y mi lapicero, a pesar, de que se consideraba amigo de ellos. Luego de otras cuantas copas, lo soltó: “Míralos ahí, pobres diablos, ese lapicero y ese lápiz creen que se divierten con sus lapiceras; y pensar que su pasión, siempre tendrá que esperar a la tuya. Claramente si te enamoras de una mujer, ellos tendrán que escribir palabras de amor, traicionando su amor, o sus más profundos y lacerados pensamientos”. En la octava copa se sintió un poco más audaz e intentó golpearme, me grito romántico frustrado, racionalista embrutecido y un sartal de cosas más. Estaba tan borracho, sin embargo, que con facilidad pude esquivar sus golpes. A pesar del escándalo que formaba, los demás miembros de la fiesta ni se dieron por enterado. Luego de que se hubo calmado un poco, le pregunté: “¿gustas otro trago?”. “Sí”, me dijo con una tierna sonrisa. Me paré y serví los tragos. Cuando le entregué su copa, ya se había dominado por completo. Tenía una expresión serena. Decidí acercar mi oreja cuando hizo gesto de que me quería contar un secreto: “¿Sabes de qué tengo ganas?”, me preguntó. No tenía ni idea de lo que le podría estar cruzando por la mente. “No vayas a pensar mal de mí, sé que es tarde, y que no era el objetivo de la fiesta, pero qué hago, tengo tantas ganas, ¿te parece bien si llamamos a unas cuantas hojas para que animen la fiesta?”, me confió. “Sí, hojas bien blancas, que no tengan aún ni una sola mella”, agregó. Le dije sin tapujos: “no veo el inconveniente”. Se paró y telefoneó; a la media hora, tocaban a la puerta varias hojas blancas. El portaminas, ya totalmente borracho, agarró una hoja del brazo y se la llevó lejos. “Si me disculpas”, había dicho. Para mí quedaron muchas hojas, sin embargo, no sabía de qué hablarles. Le pregunté a la hoja que vi de mayor tamaño, si había leído a Mejía Vallejo. “Oh, no, señor”, respondió. “¿Y Proust?”, insistí. “Oh, no, señor”, volvió a responder, mientras cruzaba una pierna. Fui y preparé tragos para todos, para romper un poco el hielo. Para ese entonces mi lápiz y la amiga de la novia de mi lapicero se nos habían unido. Mi lápiz claramente había sido incapaz de efectuar la conquista. A él le serví un trago doble. Enseguida miró a las hojas una por una, se me acercó y me dijo, “¿cuál de todas te gusta más?”. “No sé”, dije, “no han leído ni a Mejía Vallejo ni a Proust”. Éste me miró con reprobación y agregó: “pues lo importante es que sepan de ti”. “No quiero que sepan de mí, decidí solo escribir silencios de ahora en adelante” argumenté a mi favor. “¡Qué tonto eres!”, fue su sentencia. En esas se acercó el portaminas con su hoja ahora mancillada. Intentó herirme con un golpe, y al fallar echó a reír. La hoja mancillada se sentó entre las otras hojas, pero éstas la hacían a un lado, porque ya era diferente: había perdido todas las posibilidades con que había venido al mundo, y ahora era algo concreto. Mi lapicero verde y su novia terminaron de arreglar sus asuntos y decidieron unirse al resto. “Ahora que ya estamos todos, hagamos un cadáver exquisito”, propuso mi lápiz. Todos me miraron. Dije que no quería participar, que desconfiaba un poco de los surrealistas. Enseguida fueron desfilando las hojas. Primero escribió el lápiz, luego el lapicero verde, luego la novia, la amiga y, por último, el portaminas. Siguieron más rondas hasta que no quedó hoja en blanco. Cuando finalizaron miré el escrito, y en algunas frases sentía la carga de Mejía Vallejo y de Proust.

Felipo Zaná

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